1. Comienzo de la vida común

La vida común del Sr. Jameneí y la Sra. Joyasté había comenzado ya. La primera casa de la pareja fue el domicilio del marido de la mujer de Seyed Alí Jameneí, en la que alquilaron dos cuartos al sheij Alí Tehraní. «Estuvimos unos meses en casa de mi hermana (…). El Sr. Alí (…) nos cobraba un alquiler de unos 50 o 60 tomanes al mes. Por otra parte, yo no tenía inquietud, porque no nos acuciaba».

El enlace con una mujer que, viniendo de una familia adinerada, pasaba a ser la cónyuge de un estudiante de teología y que se enfrentaba con jovialidad a las peripecias de la vida dio aplomo al hombre de la familia para continuar el camino que había emprendido y en el que tenía fe. «[Mi esposa] no ha expresado jamás preocupación ni queja respecto a mí, e incluso en muchos casos me ha alentado. Hubo ocasiones (…) en que pasaban por nuestra casa individuos y grupos clandestinos compuestos por personalidades importantes y de alto rango (…). No ponía ningún tipo de objeción, sino que por el contrario ayudaba».

Dice la Sra. Joyasté: «Fue una época llena de penalidades y pruebas divinas, y yo me había preparado para afrontar cualquier problema posible sin quejarme nunca de nada (…). Creo que mi función más importante fue mantener una atmósfera tranquila en casa, de manera que él pudiera continuar con serenidad. Lo que yo intentaba era evitar que él se tuviera que preocupar por mí o por mis hijos».

2. Pobreza

Las consecuencias y penalidades derivadas de la lucha contra el sistema gobernante eran una de las calamidades que sufrió, siendo la otra las carencias y estrecheces, pero ahora junto a una esposa que no estaba familiarizada con los sinsabores de la pobreza, mientras las penurias debidas a la falta de dinero seguían en su sitio.

De vuelta a Mashhad, Seyed Alí Jameneí retomó sus discusiones con su padre sobre derecho religioso. Por la mañana partía hacia la vetusta casa de él sy, tras terminar la reunión académica en el viejo cuarto paterno, iba a enseñar a la escuela Navvab. Eran los inicios de su vida conyugal. Al salir de casa por la mañana, su esposa le había dicho que no había comida para el mediodía y, en las callejas que llevaban a la escuela Navvab, se acordó del encargo que se le había hecho. «Me llevé la mano a los bolsillos. En los de arriba no había nada, y en los de abajo (…) habría unos cuatro riales, o cuatro riales y diez shahíes. No pude contener la risa (…), y me dije: “¡A Dios gracias!” (…). Realmente no tenía nada (…). Y no estaba en una situación en la que (…) pudiera, por ejemplo, ir a tomarlo prestado de tal o cual persona ni del banco. No. Ni un rial ahorrado ni posesión alguna (…). En tales circunstancias, me veía sometido a una gran presión».

3. Preparación para cualquier acontecimiento desagradable

No habían transcurrido ni varias semanas desde el enlace de la pareja cuando, el 4 de noviembre de 1964, el ayatolá Ruholá Jomeiní fue desterrado a Turquía. La noticia de que era posible su exilio en el país vecino había llegado a Mashhad varios días antes de que se ejecutara la sentencia y pasaba de boca en boca en los círculos interesados por los asuntos políticos; en particular, entre los clérigos. Eso hizo que un grupo de religiosos solicitaran al ayatolá Milaní que hiciera una proclama sobre la anulación de la inmunidad política de los consejeros militares estadounidenses (conocida en Irán como «capitulación»). En la tarde del 4 de noviembre, se constituyó en Mashhad una comisión de seguridad que se puso a estudiar la situación para hacer frente a posibles acciones de los clérigos.

Estaba planeado que el 5 de noviembre, día posterior al exilio del imam, se celebrara una importantísima reunión política en casa del ayatolá Seyed Hasán Qomí. Los funcionarios de seguridad estaban al corriente. Un informador de la Savak escribió que, «desde las tres de la tarde, estuvo reunida en casa del Sr. Qomí una comisión formada por el Sr. Qomí, Milaní y un grupo de ulemas, que terminó a las ocho».

Uno de los invitados a la reunión era el Sr. Jameneí, quien aquel día dijo a su esposa: «Tengo que irme (…) y es posible (…) que ya no vuelva; que me encarcelen o nos maten». «Desde entonces, la puse al corriente de los acontecimientos. Vi que era una persona sólida y que estaba lista para aceptar lo que pasaba».

La Sra. Mansuré Joyasté cuenta al respecto que su marido dijo aquello «justo el mismo día en que volvieron a detener al imam Jomeiní, para trasladarlo de Qom a Teherán y luego desterrarlo a Turquía. Aquel día, el Sr. Jameneí y otros se habían preparado para manifestar en Mashad su oposición a lo que pasaba. Fue entonces cuando me preguntó cómo afrontaría que lo detuvieran. Desde ese día, me preparé mentalmente para enfrentarme a los peligros que surgirían en el camino del combate de mi esposo».

4. Paso a la clandestinidad

Eran los últimos días de shahrivar de 1349 [entre mediados y finales de septiembre de 1970]. Como de costumbre, fue a casa de su padre para, además de discutir cuestiones de derecho religioso, sacarlo de la soledad. Estando sentados ambos, sonó el timbre. La señora Jadiyé (honorable madre del ayatolá Jameneí) fue a abrir. Unos momentos después, volvió preocupada y dijo que lo buscaban dos de la Savak.

—¿Qué has respondido?, ―preguntó―.

―He dicho que no estás ―respondió la madre―.

—¿Por qué has mentido, madre?, ―preguntó el Sr. Jameneí―.

Y la Sra. Jadiyé contestó que los de la Savak eran como perros rabiosos, que había que quitárselos de encima, y se puso a maldecirlos.

Hach Seyed Yavad, alterado al oír aquello, manifestó su descontento y preguntó a su hijo qué había vuelto a hacer para que quisieran detenerlo y llevarlo a la cárcel. El Sr. Jameneí intentó tranquilizarlos a los dos diciendo que probablemente habían ido allá por error, y pensó que pronto irían a su domicilio, por lo que tenía que volver junto a su esposa antes de que ellos llegaran.

Fue a casa, donde era todo normal. Contó lo que pasaba a su esposa. Llena de aplomo, la Sra. Joyasté se mostró firme, como en otros momentos difíciles del pasado, y lo ayudó a prepararse, cambiarse de ropa, cortarse las uñas y recortarse el bigote ―todo lo que parecía necesario antes de ir a la cárcel―.

Almorzó, hizo sus oraciones del mediodía y la tarde y se sentó, ya preparado, esperando a que sonara el timbre para abrir la puerta a los agentes de policía que vinieran a buscarlo. La Sra. Joyasté se cansó de aquella amarga espera y se quedó dormida. Por su parte, el Sr. Jameneí se pasó por su biblioteca para recoger algunos libros que pudiera llevar consigo a prisión.

De pronto, se le ocurrió que estaría bien ocultarse un tiempo en algún lugar seguro a terminar de traducir un libro. Después, que fuera lo que Dios quisiera. Consultó unas cuantas veces el Corán. Todas las aleyas lo alentaban a esconderse. Despertó a su esposa y la informó de lo que acababa de decidir. La Sra. Joyasté se alegró mucho y le preguntó: «Y dónde vas?». «No lo sé; solo quiero acabar de traducir el libro», respondió. Besó la frente de sus hijos dormidos, se despidió y salió de casa.

5. Guisos para el marido encarcelado

Llegó el venturoso mes de ramadán de 1390 H. l. estando él en la cárcel. El primer día de ramadán fue el 10 de abán [1 de noviembre de 1970].

«Estando en la célula, antes de que me trasladaran a un cuarto grande, llegó ramadán. Con la llegada de ese mes, se me llenó el corazón de alegría ―he amado desde mi niñez ese mes, durante el cual el aspecto de la vida cotidiana se transforma, y el ayunante experimenta un placer espiritual particular―.

»Transcurrió el primer día de ramadán y llegó el momento de romper el ayuno, pero no me trajeron nada, ya que en el ambiente del Ejército y sus prisiones al Ramadán no se le daba importancia. Oré y me puse a surcar el mundo de los recuerdos de ese mes, especialmente los relativos a la hora de la ruptura del ayuno y el júbilo de los ayunantes cuando llegaba ese momento. Pasaron por mi mente aquellos instantes de alegría y alborozo junto a la familia en torno al mantel del iftar, con el samovar hirviendo frente a nosotros. También recordé aquellos alimentos exiguos y ligeros propios de la ruptura del ayuno. Recordé en particular el maqovvat, plato célebre de los mashhadíes que al parecer es exclusivo de ellos y que me gustaba más que cualquier otra comida de ruptura de ayuno. El maqovvat se elabora con agua, almidón y azúcar, que se cuecen de cierta manera particular. Mi esposa sabe hacerlo bien, al igual que los demás platos. De repente, volví a mí mismo y pedí perdón a Dios. Acaso fuera el hambre lo que llevó esos recuerdos a mi memoria, o quizás la razón fuera la soledad. En todo caso, había que aguantar.

»Media hora después de la puesta de sol, conseguí una taza de té. Un rato después, trajeron la cena, que por su mala calidad no resultaba muy apetecible. Aun así, comí un poco y dejé el resto para el saharí [la comida que se toma antes de ayunar]. Antes del alba, comí lo que quedaba a regañadientes. Aquella comida, que ya de por sí tenía mal gusto, al día siguiente lo tenía aun peor. Así pasó el primer día.

»El segundo, el carcelero me informó de que me habían enviado algo. Lo tomé, lo abrí y vi que me habían mandado varios platos con distintos tipos de comida de la que me apetece para romper el ayuno. Había suficiente para varias personas. Mi esposa había preparado aquello y había conseguido hacerlo llegar a la prisión. Y aquel mismo día me enviaron de casa asimismo lo necesario para hacer y tomar té. De esa manera, quedó una comida de ruptura de ayuno sabrosa y agradable, de la que tomé lo suficiente y envié el resto a otros prisioneros. Aquello se repitió todos los días».

6. Ataque nocturno al domicilio

Era el 24 de noviembre de 1977 cuando llamaron a la puerta de la casa del Sr. Jameneí. No lo despertó el sonido del timbre, sino los golpes en la puerta. Faltaba más de una hora para la llamada matutina a la oración. Igual que siempre, salió de la habitación para abrir él sin preguntar quién era. Todos estaban dormidos. Al abrir la puerta, vio a unos individuos armados, algunos empuñando pistolas y otros, metralletas. Por un momento, pensó que habían ido a asesinarlo. «El Sr. Beheshtí me había advertido de que los comunistas tenían la intención de purgar a los musulmanes activos, y me había pedido que anduviese con precaución (…). Aquellos mismos días, en Kermanshah los comunistas habían asaltado por la noche la casa del Sr. Musaví Qahderiyaní, lo habían atado de pies y manos e iban a matarlo cuando, por un acontecimiento involuntario, logró escapar de ellos sano y salvo ».

Inmediatamente cerró la puerta. Intentaron impedírselo, pero se cerró. ¿Entrarían por otro sitio? Eso estaba pensando cuando uno de los hombres armados gritó: «¡Abra la puerta en nombre de la ley!». Al oír aquello, comprendió que eran agentes de la Savak y que, por lo menos, la amenaza que lo perseguía no terminaría costándole la vida. En ese momento, rompieron el cristal de la puerta de la casa. «Fui hacia la puerta y abrí. Irrumpieron en la casa seis personas y se pusieron a golpearme brutalmente en el vestíbulo. Entonces se despertó mi hijo Mostafá, que en esa época tenía 12 años, y fue incrédulo testigo a través de los cristales de cómo pegaban a su padre. Gritaba y lloraba».

Los golpes caían por todas partes, pero sobre todo en las piernas, donde le daban patadas con la punta del zapato. Uno de ellos sacó unas esposas e inmovilizó las manos del Sr. Jameneí. Lo empujaron hacia delante para que entrara en la casa, con ellos detrás. Dijo que no quería que su esposa e hijos lo vieran con las manos esposadas, que se las soltaran, que no era humano. Aceptaron y le soltaron las manos. Entraron. La esposa y los cuatro hijos medio dormidos observaban de pie, estupefactos. Meisam, su cuarto hijo, tenía dos meses. «Les dije que no tuvieran miedo, que eran unos invitados».

Empezaron a registrar. Estaba claro que no iban a dejar ni un rincón sin inspeccionar. En un momento, sin que el Sr. Jameneí lo advirtiera, la Sra. Joyasté se deslizó hasta la biblioteca y recogió todos los escritos, comunicados y papeles clandestinos de los que tenía conocimiento que pudieran incriminar a su esposo en actividades políticas contra la seguridad del Gobierno, y los esparció debajo de la alfombra. «No sé cómo se había percatado de que aquellos comunicados estaban en aquella habitación, ni sé cómo pudo ir hasta ella sin que lo advirtieran los agentes de la Savak (…). Me contaría lo sucedido más adelante».

Cuando llegó el turno de registrar la biblioteca, se llevaron todo libro y escrito del que pensaron que pudiera usarse contra él. Como en el caso de sus libros y manuscritos anteriores, jamás se los devolvieron. El informe de los agentes sobre lo que habían recogido de casa del Sr. Jameneí decía: «Se obtuvieron trece libros del Dr. Alí Shariatí, uno de Mortezá Motahharí y cierta cantidad de folletos y cartas manuscritas dignos de analizar». Cuando se oyó la llamada matutina a la oración, aún estaban inspeccionando. «Dije que quería ir a rezar. Uno de ellos me acompañó al lavabo. Hice las abluciones, volví a la biblioteca y oré. De ellos, solo uno rezó, mientras los demás seguían haciendo su registro. No dejaron nada sin mirar (salvo debajo de la alfombra de la biblioteca)».

Pidió a su esposa que le diera algo de comida y despertase a Mochtabá y Masud, que aún estaban dormidos, para poder despedirse de ellos. Los de la Savak les dijeron que su padre se iba de viaje. «Pero yo contesté que no hacía falta mentir y les dije la verdad».

Se despidió y salió por la puerta junto a aquellos intrusos de madrugada.

7. Vida en clandestinidad

El Sr. Jameneí pasó la mayor parte del mes persa de azar y todo el de dey [entre diciembre y enero] en casas secretas. Todas las mañanas iba a la mezquita Karamat, que era un lugar lleno de gente, lo que hacía de ella un sitio seguro. Los espías no se atrevían a poner allí el pie para informarse. La cadena de adquisición y transmisión de información del aparato de seguridad había perdido su funcionalidad a causa de la proliferación de acontecimientos, el miedo de los agentes de información y la desestructuración del aparato de gobierno. La mezquita Karamat era en realidad el centro de liderazgo de la Revolución en Mashhad. Quien estaba al mando era el Sr. Jameneí, con ayuda de amigos y jóvenes de ideas afines. Le llegaba la mayor parte de la información del día, y él orientaba y organizaba a la gente y a los ulemas de acuerdo con las circunstancias.

Otra parte de su tiempo la ocupaba emitiendo comunicados, escuchando a quienes acudían a él de manera incesante y dándoles respuesta. No hubo un día en que no acudieran a él soldados que desertaban de divisiones militares y cuarteles del Ejército. A eso se dedicaba hasta el mediodía. Después de la oración, ya hubiera almorzado o no, seguía trabajando hasta la noche. Cuando la gente se dispersaba, se escondía entre la muchedumbre e iba a casa de algún revolucionario. No puso el pie en casa durante cincuenta días ni vio a su familia más que una vez. Tampoco su familia permanecía en el mismo sitio por temor a ser atacados por los agentes, y constantemente se trasladaban de un lugar a otro. Pero, al llegar febrero de 1979, las noticias del triunfo de las luchas revolucionarias endulzaron la amargura de aquellas penalidades.