A mí me detuvieron a principios del mes de shaabán. Pasaron los días y se acercó el bendito mes de ramadán. Oí al jefe de los interrogadores ir y venir por el pasillo y, cuando se acercó a mi celda el ruido de sus pasos, lo llamé. Abrió la puerta y me preguntó cómo estaba. Me llamaba sheij ―deformando la pronunciación y diciendo shij, por vileza y mala intención―, a pesar de que a los que son como yo nos llaman seyyed.

Le dije que se acercaba ramadán y que en aquella celda no podía cumplir los ritos del mes ―las oraciones canónicas, el ayuno y las plegarias―, y que me liberara para esos días.

«¡Anda! ¿Llega ramadán?», dijo. «Pues este es el lugar más apropiado para el ayuno. Aquí está la mezquita ―señalando a la celda― y ahí el baño ―señalando a los baños de la prisión―. ¡Te quedas aquí, rezas y ayunas!».

Yo sabía que no me iba a liberar, pero le hice una petición de grandes proporciones para que aceptara una más reducida. De inmediato le dije: «Muy bien, pero déjame tener un Corán».

«No hay problema», respondió, y permitió que me trajeran de casa un Corán.

Leer el Corán en aquella oscuridad era imposible. Le dije al guardián: «Quiero leer el Corán, deje la puerta entreabierta». Fue, pidió permiso y lo autorizaron a dejarla abierta 10 centímetros, que era justo lo suficiente para leer. Así, en aquel mes leí mucho el Corán y memoricé mucho, aunque la combinación de las torturas, la recitación y el ayuno me hicieron perder vista.