«Durante mi presidencia, hice un viaje oficial a un país africano. Al bajar las escalerillas del avión, vi que el presidente de aquel país se había quedado amedrentado ante mí. Se advertía con claridad en su rostro. Nos sentamos en el vehículo oficial para que nos llevaran al lugar de alojamiento. En el automóvil, vi que, sin querer, aquella persona se había sentado al otro extremo y ¡no se atrevía ni a mirarme a la cara! Con esfuerzo, sonriendo, con bromas y con palabras amables, poco a poco conseguí que hablara. A mi regreso a Irán, le conté al imam Jomeiní que estando allá había notado que veían en mí una pizca de su presencia. No es que aquel presidente se mostrara tan humilde ante mí ―yo no era nadie―, sino que se mostraba humilde ante el imam, símbolo de la Revolución islámica. Aquel individuo ―cuyo nombre no quiero mencionar― no era capaz de controlarse. Y es un presidente fuerte, muy conocido; no es un tipo escuchimizado. Pero en la comitiva iraní veía y percibía al imam» (31/12/1990).