«Operación Libertad Duradera»… Lanzaron una campaña de bélica desde el otro extremo del planeta para, según ellos, erradicar el terrorismo y llevar la libertad, la democracia y la civilización a millones de personas de Afganistán. Veinte años han pasado ya, y el ejército que debía llevar la civilizada libertad a los afganos está desmontando el despliegue que hizo en el país a partir del otoño de 2001. La operación se llamaba «libertad», pero lo que muestra la realidad es diferente:

«Llegaron y ocuparon Afganistán veinte años, y en estos veinte años han cometido todo tipo de tropelías contra los afganos. ¡De todo tipo! Han bombardeado ceremonias fúnebres, han bombardeado bodas, han matado a sus jóvenes, han metido sin motivo en cárceles variopintas a muchos de los suyos, han hecho que la producción de droga sea en Afganistán decenas de veces superior, ¡decenas de veces! Varias decenas de veces más. Han hecho esas cosas, y eso sin dar un solo paso en pro del avance de Afganistán. En definitiva, el Afganistán de hoy no está más adelantado en términos de progreso cívico y de infraestructuras, si es que no está más atrasado» (28/08/2021).

Transcurridos veinte años desde aquellos días, repasar la herencia dejada por Estados Unidos es aleccionador. Veinte años después del comienzo de la Operación Libertad Duradera, el pueblo afgano ha dejado decenas de miles de muertos. Toda esa sangre derramada no ha sido sin embargo el coste de la libertad y la democracia ni el del aumento de los niveles generales de vida. Sangre que se derramó con el pretexto de la llegada de la democracia, a golpe de los misiles y bombas caídos sobre el suelo de Afganistán. Ahora, sin embargo, las hojas del calendario han vuelto a la misma situación que reinaba hace veinte años, como si la vida, el tiempo e incluso la sangre de las personas no tuviera en el Oriente de nuestro globo terráqueo la misma importancia que en el caso de sus semejantes occidentales. Básicamente, es todo un juguete de la política expansionista y militarista de Occidente.

Ni fueron los intereses del pueblo afgano lo que pesó en la invasión de Afganistán ni han sido los intereses de ese pueblo fatigado y herido el motivo de la partida de los militares norteamericanos. Y a todo esto, Estados Unidos no es el único acusado de primer rango.

El presidente de la República, el Gobierno y todo un aparato que, en lugar de afanarse por servir a su pueblo y compensar su atraso histórico, se había dado por misión principal agradar a los estadounidenses se vio obligado a huir de manera tan rápida y humillante que, según ellos mismos han dicho, ni tuvieron tiempo de recoger calzado y ropa. Los estadounidenses, de cuyos cazas, bombarderos y drones no estaban antes a salvo ni siquiera las cuevas y montañas de Afganistán, entregaban ahora el país a aquellos mismos contra quienes veinte años antes habían ido a combatir en su desplazamiento hacia esta parte del planeta.

El pueblo de Afganistán ha mostrado que siempre que alguien se une a ellos con lealtad y con intención sincera de defender el honor y la liberalidad, ellos lo ayudan. Un pueblo noble que, de haberle tendido la mano para ayudarlo los políticos e intelectuales afganos, no hubiera sido de extrañar que repitiera la hazaña de la expulsión del Ejército Rojo, esta vez con el Ejército de Estados Unidos. Pero eso no sucedió, y el presidente que hubiera debido proteger a su pueblo ante el infortunio se subió en secreto a un avión a toda velocidad y huyó. Mientras tanto, el lastimado y dolorido pueblo de Afganistán quedaba allí otra vez entre montañas de aflicción y sufrimiento, solo ante el vendaval de los acontecimientos, sin nadie que lo auxiliara.

La dolorosa situación actual es un espejo en que quedan plenamente reflejados estructuras internacionales como las Naciones Unidas y el mismo hecho de confiar en ellas. Estructuras que desde los inicios de su formación hace un siglo han servido más a las grandes potencias colonialistas y a que siga girando la rueda de su industria, su economía y su política, de lo que han beneficiado a otras regiones del mundo, y en especial a Oriente. Ocultar el esqueleto colonial de los siglos XVII, XVIII y XIX bajo los brillantes colorines del siglo XXI. Nada ha cambiado. El colonialismo sigue siendo el mismo, y la opresión y la explotación también.

Confiar y depender de una estructura tan engañosa que según las circunstancias del momento puede ser un ejército sanguinario o una nodriza aun más cariñosa que una madre trae consigo la situación que vemos hoy en Afganistán. Más doloroso aun es que haya intelectuales, políticos y presidentes de la República que, ante las acometidas del colonialismo, dejan sola a su propia gente. En tal situación, no será extraño que tal o cual fuerza a las órdenes de Estados Unidos, al distribuir pan entre emigrantes afganos que han soportado décadas de sufrimiento y una vez más han renunciado a su tierra natal, los traten sin respeto y, al protestar ellos, les respondan con arrogancia: «Tú aquí eres un inmigrante, ¡cállate!».