El gobierno del mártir Raisí (Dios le conceda su favor) era un gobierno de trabajo; era un gobierno de esperanza, era un gobierno de avance en distintos aspectos interiores y exteriores. Si bien quizá ni él mismo ni los miembros del gabinete usaran esos epítetos, en la práctica así se veía y se entendía. Él era realmente alguien optimista; confiaba realmente en el futuro —además, con razón— y tenía decidido alcanzar esos objetivos con la ayuda de ustedes. Permítanme decirles algo sobre las características del mártir Raisí (Dios le conceda su favor) que recuerdo de forma destacada. Por supuesto, hay que reconocer que el señor Mojber se ha expresado muy bien. Ha señalado muchas facetas importantes, y un servidor se va a permitir señalar algunas otras.

A mi juicio, una de las particularidades principales del señor Raisí era su talante popular. Eso debe ser un modelo para todos nosotros, para los gobiernos, para los jefes de gobierno y para los miembros de los gobiernos. Prestaba atención a la gente, la respetaba, se hacía presente entre la gente, palpaba la realidad con esa presencia, oía lo que decían y hacía de sus necesidades el eje de su planificación. Él era así. Los planes, las medidas, las actividades y los indicadores que perseguía estaban centrados en la resolución de los problemas de la gente. Luego, es posible que parte dieran resultado y otra parte no, pero el eje de sus actividades era ese. Con eso es con lo que nos encontramos siempre en las conversaciones cuando nos reuníamos.

Es justo eso lo que quiere el Islam: estar con la gente. En la famosa carta, las famosas instrucciones a Malik Ashtar del Príncipe de los Creyentes (la paz sea con él), le habla de varias cosas que debe valorar como mejores y más apreciables, y menciona dos o tres de ellas, como achmá’uha li-ridá-r-ráaya: las acciones más apreciadas deben ser a sus ojos aquellas que satisfagan a las masas populares; busque eso. A lo que se refiere ráaya —que el Príncipe de los Creyentes expresa unas veces con la palabra ráaya y otras con la palabra ‘amma— es a las masas populares, en oposición a los privilegiados —refiriéndose el imam al conjunto de los privilegiados, a los que reciben trato especial, como jassa—. Lo que dice es que las mejores y más estimables obras son aquellas que prefieran las masas populares, aquellas que las agraden, que las satisfagan, que estén en armonía con la satisfacción de las masas populares. Luego, en dos o tres ocasiones dice: “Ciertamente, el único pilar de la religión, de la comunidad musulmana y de la fuerza defensiva frente a los enemigos es la masa del pueblo”. Lo que le servirá frente al enemigo, lo que puede generar unión y unidad en el país no es sino la masa popular. Es con ellos con quienes, si están unidos, se mantendrá unido el país porque, por su parte, los privilegiados tienen cada uno sus propias motivaciones; trabajan para sí mismos, por sus deseos y caprichos. Cuando hay oposición, chocan entre sí —de eso no cabe duda—. Es decir, que no tiene sentido en absoluto hablar de unión entre ellos.  Pero, con la gente, sí; el común de la gente, la masa de la gente. Pueden unirse y ser “fuerza defensiva frente a los enemigos”. Para enfrentarse al enemigo, en el campo que sea, lo que opera adecuadamente es la gente.

Luego, más adelante, el imam dice cosas muy interesantes, algunas de las cuales he comentado en las sesiones de lectura de la Cumbre de la Elocuencia que he mantenido en ocasiones para los señores del gobierno a lo largo de los años. El imam dice que los privilegiados presentan más exigencias que nadie, que tienen menos aguante y paciencia que nadie y que su ayuda es la más inconsistente e insignificante de todas. En el momento de reclamar, reclaman más que nadie. Cuando se supone que deben realizar alguna labor, ponen manos a la obra menos que nadie. Cuando estalla una guerra, su presencia es imperceptible, a diferencia de la masa de la gente, de lo cual han visto ustedes ejemplos en el campo de acción de la Sagrada Defensa, de la Defensa del Santuario y demás situaciones. Fíjense en lo clara que es la línea que traza el Príncipe de los Creyentes (la paz sea con él). El señor Raisí avanzaba en esa línea; es eso lo que seguía. Eso es algo muy valioso, es algo muy bueno, es realmente un modelo y todos nosotros hemos de aprenderlo. Ese es uno de los aspectos que lo distinguían a él.

El segundo aspecto es que creía de verdad en las capacidades internas. En fin, yo en las reuniones con muchos responsables hablo muy a menudo de esta cuestión de las capacidades y los recursos internos, sin que nadie esté en desacuerdo, pero uno se da cuenta de quién cree en esas capacidades profundamente, hasta la médula, y quién no. Él creía realmente. Estaba de acuerdo en que muchos de los problemas del país, o la mayoría de ellos —o, de cierta manera, todos los problemas del país— los podemos resolver apoyándonos en esos recursos internos, y de ahí que anduviera detrás de hacer esas cosas. Esa es una de las líneas esenciales que él seguía.

Otro aspecto destacado que había en él era su franqueza al dar a conocer sus posiciones revolucionarias y religiosas. Lo de hablar con ambigüedades o andarse con miramientos, pensando que tal persona, tal grupo o tal personalidad podrían molestarse si uno expresa a las claras sus posiciones revolucionarias, son cosas que no había en él. En otras palabras, expresaba con franqueza sus posiciones revolucionarias, en las que creía y a las que era fiel. En la primera entrevista que dio, le preguntaron sobre la relación con tal país, sobre si iba a establecer relaciones, y él dijo: “¡No!”. Así de claro, sin ninguna consideración, circunloquio ni cuestiones accesorias. No, él era franco. Por lo que yo vi, él era así en toda circunstancia.

Otro rasgo que lo caracterizaba —y esto, en fin, es algo que saben todos, de lo que todos se dan cuenta y lo han visto— es que era infatigable en el trabajo. Yo le aconsejaba repetidamente que descansara un poco. Le ponía ejemplos de casos en que [algunas personas] no habían descansado y luego se habían visto en apuros. Le decía que descansara un poco, aunque fuera por su propio trabajo en el futuro, o de lo contrario en algún momento caería rendido y ya no podría trabajar. Repetidamente [se lo decía]. Él siempre respondía que a él trabajar no lo cansaba, y realmente parecía como si no se fatigase. Se quedaba uno atónito. Llegaba de madrugada de un viaje al extranjero y, temprano de mañana, estaba ya en tal lugar, pongamos Karach o algún otro sitio, manteniendo un encuentro público con la gente o una reunión para tratar distintos asuntos. Eso son cosas muy importantes.

Otra faceta destacada suya era que no lo desalentaban las maledicencias. Ese es un punto débil de muchos de nosotros: en cuanto alguien se pone a criticarnos, enseguida quedamos abatidos o nos ponemos de mal humor, o nos molesta que sean ingratos con nosotros y no llegamos a realizar el trabajo.  Muchas veces, es así; nos gusta que nos alaben. Con él, no. Lo zaherían mucho, pero no se desalentaba. Claro está que no puede decirse que no sufriera. Sí, sufría. A veces se lamentaba ante un servidor, pero no desesperaba ni se desanimaba en el trabajo y las diligencias. Ese es otro de sus rasgos sobresalientes.

Otro aspecto notable que había en él es que, en política exterior, se atenía a dos particularidades juntas, la una junto a la otra: una, la cooperación; y la otra, la dignidad y la honorabilidad. Él era alguien que creía en la cooperación. En esto, a veces pasaba una hora u hora y media hablando por teléfono con tal presidente europeo. Figúrense, ¡una hora y media hablando por teléfono! Creía en la cooperación, pero desde una posición de dignidad: ni con tanta agresividad que provocara un alejamiento y se rompiese [la comunicación], ni haciendo cesiones fuera de lugar, rebajándose, etc. No, desde una posición de dignidad, pero al mismo tiempo cooperando. Esto hizo que yo viera tras su martirio como, en los mensajes que me enviaban a propósito de él, varios de los máximos dirigentes eminentes del mundo, que se cuentan entre las personalidades sobresalientes y de primer nivel del mundo actual, lo elogiaran como una figura sobresaliente. Eso es muy importante. No lo describían y nombraban como un político común y corriente, sino como un político eminente.

Creía en el principio mismo del contacto y la comunicación. Nosotros hacía años que habíamos dejado África de lado, pese a todas las indicaciones que se daban sobre África. Él estableció contacto con África, hizo viajes, cooperó. Creía [en la relación] con los diversos países, con todos los países con los que había condiciones para relacionarse y con los que había que relacionarse, y entablaba relaciones. Respetaba las prioridades a este respecto. Por ejemplo, una de las prioridades constantes era la vecindad, cuestión a la que él daba importancia.

Otro aspecto de él, al que ha aludido con razón el señor Mojber, era su dedicación a los grandes proyectos. Ponía empeño en proyectos de gran envergadura. Piensen, por ejemplo, en ese del trasvase de agua desde el mar hasta varios sitios o en la cuestión del agua; el trasvase de agua a través de largas distancias hasta ciudades que hacía tiempo que estaban esperando esa agua. Solucionó su problema de agua potable y de uso agrícola. Tenía diversos proyectos de ese tipo. Ese era otro aspecto sobresaliente, entre las facetas de nuestro querido presidente de la República Islámica.

Otro aspecto era su talante moral. Era muy modesto; era muy paciente. Era alguien con mucho aguante, alguien paciente, una persona tolerante con quienes disentían con él; ya se tratase de una divergencia teórica o de una divergencia teórica que llevase a una diferencia efectiva en la práctica. Ya saben ustedes que, en la administración del país, esas cosas pasan. Él venía a verlo a un servidor y me lo decía, lo planteaba, mencionaba algunos casos y se ponía de mal humor, pero, al mismo tiempo, se mostraba contemporizador en el trato con esas personas. En una ocasión, tuvo una desavenencia en un sitio y yo le dije que no reaccionara en absoluto. Fue muy difícil para él, pero no reaccionó en absoluto. Fue realmente indulgente. Por más que a le fallaba la paciencia y no podía soportarlo, se hubiera producido una gran pelea en el país. Él era así.

Otra característica era su inclinación al dikr, a recordar a Dios, al tawássul, a la súplica de intercesión y a la plegaria, como han indicado ahora. Luego, yo no sé las particularidades de esas plegarias que se han dicho, pero sí sé que era alguien que rogaba a Dios, que hacía dikr, que hacía tawássul, que lloraba y que tenía un corazón luminoso, conectado con el mundo invisible. Y son esas las cosas que salvan a un ser humano y lo llevan hacia delante.

Quiera Dios concederle un elevado rango. He mencionado estas cosas para que queden registradas como modelo; que se sepa que quien preside el poder ejecutivo de un país puede reúna ese conjunto de cualidades en la acción, en el pensamiento, en el corazón, etc., y trabaje —es posible, se puede—, y él gracias a Dios las reunía.